En junio de 1944, en plena II Guerra Mundial, conocer a los japoneses a fondo (sus motivaciones, su mentalidad y su conducta) era más que nunca necesario para los Estados Unidos, que tenían en su mano la posibilidad de vencer a su enemigo si eran capaces de comprender y anticipar sus actos.

Ruth Benedict, autora de El Crisantemo y la espada

Ruth Benedict fue la persona designada para realizar un estudio sobre la idiosincrasia japonesa. El crisantemo y la espada fue su título, que en sí mismo contenía la premisa de partida, el enigmático carácter de un pueblo que parecía capaz de albergar dentro de sí las más profundas contradicciones.

Puesto que no era posible trasladarse a Japón para realizar un trabajo de campo, Ruth Benedict se sirvió de libros, películas y entrevistas que realizó a japoneses residentes en los Estados Unidos. Se trataba de escudriñar hasta el último detalle de la vida y costumbres japonesas. Benedict sabía que “el comportamiento humano se aprende en la vida diaria” y que “incluso los fragmentos más aislados de comportamiento tienen alguna relación entre sí”, por lo que se hacía necesario sumergirse en sus vivencias para poder extraer las líneas generales de su comportamiento y la esencia última que les hacía ser como eran. La búsqueda de la coherencia comportamental de los japoneses proporcionaba la clave para comprender el pensamiento y los actos de un pueblo tan diferente a los Estados Unidos.

Hasta entonces, los intentos por comprender a los japoneses habían fracasado completamente. Y es que, para entenderles de verdad, no sólo era necesario librarse de cualquier rastro de etnocentrismo, sino también poseer la apertura mental suficiente como para comprender que incluso las palabras que para un occidental poseen un significado unívoco, en japonés encierran multitud de matices e, incluso, significados antinómicos.

La principal dificultad para acercarse a su esencia es hacerse cargo de esas profundas contradicciones que a ojos de un occidental resultan tan evidentes como incomprensibles; su esquema vital, su forma de ver y vivir la vida se ajusta a unos parámetros totalmente alejados de las costumbres y vivencias de un norteamericano, por lo que intentar analizarlas desde ese prisma es fracasar antes de empezar. Supone intentar ajustar la esencia japonesa a una horma que le es ajena y no le corresponde.

Sin embargo, una vez que el acercamiento a su cultura queda libre de juicios de valor, el carácter japonés demuestra que, como todo, se rige por una lógica implacable. Una lógica que no responde a los cánones norteamericanos, sino a los japoneses y que, como sucede en todas las culturas, es completamente fiel a sí misma.

Los principios de la cultura japonesa

Los principios de la vida japonesa se rigen, básicamente, por la jerarquía, la deuda y la obligación y la vergüenza. Pero estas palabras, que para un occidental poseen un significado único y preciso, en el mundo japonés albergan una miríada de matices profundamente imbricados entre sí.

Cultura Japonesa

La jerarquía, para un japonés, es mucho más que la mera organización de los diferentes estatus en distintos niveles. Se trata de un orden particular que rige todas las instancias en la vida y que regula, asimismo, el comportamiento que ha de tenerse en cada una de ellas. En la cima de todo se halla el emperador, la figura por excelencia en Japón, pues representa el carácter japonés y sus ideales. Aunque no está revestido de divinidad, tal como un norteamericano la entiende, sí posee un halo de superioridad que en cierto modo le aleja del común de los mortales al dotarle de una excelencia en juicio y decisión que ninguna otra instancia posee. Al no participar del gobierno directamente, no comparte con él sus equivocaciones y, por tanto, tampoco sus críticas.

La lealtad al emperador es incondicional. Se sabe que, al estar por encima de todo, su juicio es incólume y sus decisiones acertadas, por lo que son aceptadas de inmediato sin que quepa, ni siquiera, el mínimo rastro de un pensamiento que pudiera cuestionarlas. Japón es el emperador y el emperador es Japón, en una identificación que es una unión indisoluble que va más allá del mero símbolo.

La jerarquía, sin embargo, no es sólo esta fidelidad sin reservas al emperador, sino un modo de organizar todas las instancias de la vida, desde el orden social hasta los pensamientos e, incluso, los sentimientos. Esto es así porque para un japonés una de las cosas más importantes es lo que Ruth Benedict denomina “ocupar cada uno el lugar que le corresponde”, saber quién es, dónde está y cómo comportarse. Cada persona desempeña diferentes roles en la vida; ser padre, hijo y subordinado en el trabajo supone saber qué obligaciones y privilegios exige cada faceta y cumplir con ellos. Cada esfera de la vida está rigurosamente parcelada y hay que atenerse a las normas de conducta que cada una de ellas exige.

Familia Japonesa de 1941

La familia es el primer círculo donde todo esto se aprende para aplicarlo después a la vida política, económica y social. Las diferencias de edad, sexo y primogenitura marcan la posición del individuo en la jerarquía familiar. Ahí se aprende que la persona que ocupa un lugar correspondiente por encima del propio es merecedora de toda deferencia. La severidad de estas normas aporta un modo de organización que se puede extrapolar a todos los niveles de la vida y que se traduce en un conocimiento exacto de los límites de actuación que habrán de respetarse.

Esta disposición jerárquica de la vida, que se remonta a los tiempos del feudalismo japonés y al régimen de castas, tiene mucho que ver con el concepto de deuda y obligación que manejan en Japón. Así como la jerarquía regula el comportamiento en los distintos niveles y esferas de la vida, la deuda y la obligación hacen lo propio al trazar las líneas principales del comportamiento hacia uno mismo y hacia los demás.

La deuda y la obligación no tienen el sentido literal que un norteamericano podría atribuirles. Se trata de la palabra on, un vocablo que subsume en sí mismo todos los matices que la deuda y obligación poseen: desde una carga difícil de soportar, hasta una obligación que hay que cumplir, incluyendo el sentido de “deuda” y abarcando también la devolución de la misma, entre otras cosas. El on es algo que rige la vida de todas las personas pues, nada más nacer ya cargan con uno, que es el on que se debe a los padres, la obediencia, la lealtad, el respeto y una suerte de “agradecimiento deudor” que habrán de devolver acatando las normas familiares y educando del mismo modo a los hijos que estén por venir. Hay un on también hacia la profesión de uno, y un on hacia el jefe o patrón.

Recibir cualquier clase de ayuda o favor también supone cargarse con un on que hay que devolver; algo así como quedar endeudado por el favor recibido, algo molesto y pesado con lo que no se termina hasta que se devuelve.

Estar en deuda o tener un on no es una virtud, pero devolverlo sí que lo es. Esta devolución o pago recibe diferentes nombres, según se trate de una devolución parcial que no tiene límite de tiempo (gimu) o una devolución con límite de tiempo que ha de hacerse con equivalencia matemática (giri).

El gimu comprende aquellas obligaciones que son tan grandes y elevadas que, debido a su grandeza, nunca podríamos devolver en su totalidad: es el chu, que es la devolución del on que comprende los deberes hacia el emperador; el ko, que es la devolución del on que abarca las obligaciones hacia los padres; y el nimmu, que es la devolución del on hacia el propio trabajo.

El giri, sin embargo, es un tipo de devolución del on que ha de hacerse con equivalencia matemática y que tiene un tiempo determinado para ejecutarse. Como si fuera un préstamo que un banco realiza a un plazo determinado y con unos intereses concretos, hay dos tipos de giri: el “giri hacia el mundo”, como los deberes hacia la familia del cónyuge y los favores recibidos por personas ajenas a la familia y el “giri hacia el propio nombre”, el deber de limpiar la propia reputación tras una ofensa o insulto, la obligación de no admitir el fracaso ni la ignorancia y el deber de atenerse a los cánones sociales establecidos.

Las implicaciones del on y de su devolución son muy grandes, ya que rigen la vida, las costumbres y las normas de conducta. La obligación o deuda sirve de guía en la vida y marca el ritmo de los actos que se llevan a cabo. Es algo que trasciende a la persona; lo que para un occidental sería renunciar al libre albedrío y a los propios deseos por tener que cumplir con tales obligaciones, para un japonés es mantenerse fiel a sí mismo. Y, mucho más que esto, ser fiel al emperador, pues el chu, la devolución del on al emperador, es la deuda más importante que ha de cumplir un japonés.

Mantener la buena reputación personal, el “giri hacia el propio nombre”, exige que se lleve a cabo cualquier acción necesaria para ello. Por principio, los japoneses evitan activamente todas aquellas situaciones que pudieran propiciar cualquier mínima mancha en su reputación. Pero, cuando ésta se ha producido, la cortesía y la amabilidad ya no tienen lugar. Es necesario reparar la ofensa recibida y para ello harán lo que sea necesario para perpetrar la venganza. El suicidio es, a veces, la forma más digna de satisfacer el  “giri hacia el propio nombre”.

Cultura Japonesa

El chu, la devolución del on al emperador, y el “giri hacia el propio nombre” marcan las líneas de base por las que se rige el comportamiento japonés. El código ético de Japón lleva al extremo la obligación de devolver y exige grandes renuncias individuales para ello.

La vergüenza rige también el comportamiento personal. Para un japonés, significa someterse al juicio y críticas de los demás, algo difícilmente tolerable. Por eso se evita hacer cualquier cosa que sea susceptible de ser criticada o que pudiera mermar las posibilidades individuales de éxito. Es el respeto hacia uno mismo que ha de llevarse hasta sus últimas consecuencias. A la vez, la vergüenza es un motor de la virtud, pues comprenderla implica atenerse a las reglas de buen comportamiento comúnmente aceptadas.

La autodisciplina es otro de los elementos, además de la vergüenza, que sirve como instrumento de medida para juzgarse a sí mismo y a los demás. Supone la prevalencia de la voluntad sobre el cuerpo y permite orientar la propia vida. Un estricto entrenamiento en autodisciplina llevado al extremo culmina en maestría, una apertura mental que supone la resolución intelectual de cualquier tipo de problema, trascender cualquier traba o impedimento y lograr que todo sea posible.

Desde niños, los japoneses son educados en sus modos y maneras de ver y vivir el mundo. De pequeños no hay restricciones ni normas severas. Se trata de que exploren y disfruten de su entorno. Conforme van haciéndose mayores, se les integra en la disciplina y orden que caracteriza su modus vivendi.

Este mundo rígidamente estructurado resultaba muy difícil de comprender desde la perspectiva norteamericana y, así, las predicciones sobre el comportamiento de los japoneses en la guerra ni siquiera se aproximaron a lo que finalmente fue.

Las aparentes contradicciones del carácter japonés, su capacidad de albergar la cortesía más extraordinaria y la furia de la venganza a la vez, su fidelidad sin reservas a la figura del emperador, la devolución de las deudas y obligaciones sacrificando lo que para un occidental son los deseos personales y su paradigmática autodisciplina, entre otros, descolocaron a los norteamericanos, que intentaron, sin éxito, predecir su comportamiento basándolo en sus propios esquemas mentales.

Finalmente sucedió que Japón se comportó con la coherencia que muchos extranjeros no supieron ver.

El emperador: Moldeando la cultura japonesa

Emperador Hiroshito Japón

En el Rescripto Imperial a los Soldados y Marinos promulgado por el emperador Meiji en 1882 se anticipaba lo que sucedería casi un siglo después. En él, el emperador Meiji decía: “Nosotros (el emperador) somos la cabeza y vosotros sois el cuerpo.” Y, así, en efecto, sucedió. Cuando el 14 de agosto de 1945 el emperador anunció por radio la capitulación de Japón y pidió a los japoneses que aceptaran todo lo que ese hecho pudiera implicar, los japoneses dejaron las armas y cooperaron desde el primer momento con las tropas norteamericanas. El mismo pueblo que había jurado luchar hasta la muerte con lanzas de bambú si fuera necesario era el mismo que cooperaba amistosamente con los que fueron sus adversarios. Y es que esa aparente contradicción no mostraba sino la extraordinaria coherencia de los japoneses con sus principios. En todo momento actuaron según el chu, la devolución del on al emperador.

Hasta agosto de 1945, el chu les exigía combatir hasta el final. Pero cuando el emperador cambió las exigencias del chu, los japoneses se adaptaron inmediatamente a ellas, aceptando la derrota y todas sus consecuencias con buena voluntad. Incluso en la derrota, los japoneses no abandonaron su esencia: siguieron manteniendo su buen nombre, alejados de la vergüenza que hubiera supuesto traicionarse a sí mismos.

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